La abuelita

 

Se abren las puertas de la iglesia gótica.

Los arcos se elevan hacia el cielo, y la mirada sigue su camino, detrás de las finas ojivas y las alargadas cristaleras.

Sus retablos, alguno gótico, otros barrocos, son objeto de las fotos de curiosos y quizá entendidos en arte.

Pero esta noche, las miradas no se elevan buscando a Dios. Porque esta noche, las puertas de la iglesia se abren para dejar pasar a la música coral.

Poco a poco el público va entrando y se va sentando en los sitios marcados. Estamos en el centro de Palma, muchos son vecinos, se conocen y se saludan con los ojos. Distancia y mascarilla. Así es la cultura en este momento tan raro que nos ha tocado vivir.

Hasta la primera fila llega una abuelita con su andador. Es muy menudita, con las manos finas y blancas. La acompaña una chica joven, quizá su nieta, quizá una cuidadora. La trata con mucho cariño, la ayuda a sentarse y le da el programa del concierto para que lo ojee.

Se hace la hora. Entra el coro, en fila, y poco a poco se va colocando ocupando todo el altar, cada uno en su sitio asignado. Los bajos y tenores detrás, las sopranos y contraltos delante, en líneas uniformes y bien separados unos de otros.

Mascarillas negras, uniformes. Capas color bermellón ellas, pajaritas negras ellos.

Distancia y mascarilla.

Por último, llegan la pianista y el director.

Unas palabras y empieza el concierto.

La abuelita de la primera fila aprieta el programa entre sus manos y mira al coro. Una mirada antigua, profunda, mirada de alguien que ha vivido mucho y quizá no lo recuerda todo. Pero ahí está, la han traído para que disfrute del concierto.

Ella también tiene su mascarilla, su acompañante se ocupa de que la lleve bien sujeta y no se le mueva.

Verdi, Bach, Racine, Haendel, las piezas se van sucediendo y la mirada de la abuelita se ilumina con cada compás. Balancea la cabeza de un lado a otro con el coro de gitanos, estruja el programa cuando el barítono entona a Mozart, se emociona hasta las lágrimas con el Mesías de Haendel. Quiere aplaudir a cada momento.

La tienen que refrenar, “aún no toca abuela, espera a que acabe”.

A lo largo de la hora y media de música, su mirada se va iluminando, Su ánimo sube y baja con el ritmo de las piezas.

Acaba el concierto, y el director hace una petición al público: Cantad con nosotros…

“El día que me quieras, desde el azul del cielo…”

El público, obediente y entregado, conoce la pieza. ¿Quién no conoce a Gardel?

La iglesia se llena de voces, tapadas por las mascarillas, pero alegres igualmente.

La abuelita canta, canta y sonríe con los ojos.

La abuelita baila. Tiene veinte años y baila. Sus pies son ligeros, no necesita andador. Está en una fiesta, ella, tan menudita, con sus ojos oscuros y sus cabellos castaños que se derraman por su espalda. La orquesta toca y ella baila, sonríe, es feliz.

Cuando el pianista termina de tocar la pieza, el público aplaude, se pone en pie. Han disfrutado del concierto.

Pero nadie ha visto a la abuelita, está en primera fila y les da la espalda.

Yo te vi abuela. Te vi. Te vi sonreír, te vi disfrutar, te vi irte a algún sitio donde eras feliz. Y te vi volver y aplaudir.

Y esta noche, con mascarilla y distancia, en esta iglesia gótica de arcos que se elevan hasta el cielo, seas quien seas, desde mi primera fila del coro, he cantado para ti.

Vicky.

Comentarios

  1. Me ha encantado tu historia, Vicky. Me he emocionado, viendo a mi madre con su cuidadora, que le encantaría venir a verme, pero si me acerco me conoce y me sonríe, sino no sabe quién soy, tiene 94 años y muchos años sufriendo Alzheimer, pero, no te preocupes le leeré tu historia y le enseñaré el vídeo de mi concierto. Gracias por este presente.
    Paula

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